domingo, 13 de enero de 2013

INVISIBLES


           Todas las mañanas se dirigía al trabajo cargada con su maletín, su bolso y algunas carpetas o libros en la mano. En los pies, unos finos tacones en ocasiones le hacían perder el equilibrio. Siempre vestía elegantes trajes comprados en alguna importante firma de moda. Hacía el recorrido andando, siempre por las mismas calles, reconociendo los escaparates de las tiendas que a esas horas comenzaban con su trasiego matinal.
            Su caminar era rápido, inmersa en sus pensamientos, repasando mentalmente la apretada agenda del día que esa mañana comenzaba con un juicio  por vulneración del derecho al honor. Presentía que, un día más, la jornada se alargaría hasta bien entrada la tarde, por lo que tendría que llamar a Juan para cancelar una comida que había sido pospuesta en otras cuatro ocasiones.
       -Qué paciencia tiene, no sé cómo me aguanta –se sorprendió escuchando sus propias palabras pronunciadas, inconscientemente, en voz alta.
            Llegó a la puerta de los Juzgados. Comenzó a subir las tres escaleras sobradamente conocidas pero no contaba con que sus tacones volvieran a jugarle una mala pasada. A punto estuvo de caer. Una mano salió de no sabía dónde y ella se aferró con fuerza. Levantó la vista para reconocer un rostro que le resultó familiar. Era un hombre, de mediana edad con el rostro curtido por el sol. Su ropa estaba sucia aunque se notaba que no había descuidado su higiene personal.
            -Gracias.
            -Tenga cuidado, podría haberse hecho daño.
          Continuó su camino. Cuando llegó a lo alto de las escaleras se giró, pero el señor había desaparecido. A su mente asomó una imagen que, por repetitiva, había descartado. Un señor, sentado en un banco frente a los Juzgados tocaba un ajado violín todas las mañanas. Un cartel rezaba a sus pies “Tengo familia y no tengo trabajo. Agradezco cualquier ayuda. Gracias”.
        Un profundo sentimiento de culpabilidad la invadió. Pensó en todas esas personas con las que se cruzaba a diario: los que piden, los que venden, los que te limpian el parabrisas del coche en un semáforo, los indigentes que duermen en bancos o cajeros automáticos,... todos ellos, a los que ya se había acostumbrado como si hubieran estado allí, formando parte de la ciudad, ajenos a sus necesidades y expectativas. No había reparado en esas personas porque no formaban parte de su ascenso a su éxito personal.
            Se giró y entró en el imponente edificio. Un guarda de seguridad se acercó.
           -Buenos días, señorita García. En su despacho la esperan  los abogados de las partes.
           -Buenos días Lorenzo, ¿qué tal va la mañana?
           -Bien. Tranquila. Lo único ha sido que han tenido que echar al vagabundo ese que nos da la tabarra con la música todos los días. Ha venido la policía y le han dicho que no vuelva por aquí o será cliente de este edificio –rió su propia ocurrencia.
            La Jueza le dedicó una mirada cargada de tristeza.
           -No soy la única que estaba ciega. Que pases un buen día, Lorenzo.
            Y se marchó a empezar su jornada laboral con una venda menos sobre sus ojos. 

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