UN DESCONOCIDO EN EL SEMÁFORO
Un fuerte trueno la despertó de su ensoñación y, a duras penas, se pudo levantar del sofá donde se había recostado. La televisión mostraba la imagen de una presentadora de moda, elegante, enamorando a la cámara y a los contertulios que la escuchaban boquiabiertos. No le prestó más de un segundo de atención. Se acercó a la ventana. Finas gotas de lluvia aporreaban el cristal con leve intensidad. Al otro lado de la calle, un hombre esperaba que el semáforo cambiara de color para poder cruzar. Algo en él llamó su atención. Enfundado en un abrigo de paño negro, se subía las solapas intentando, inútilmente, resguardarse de la lluvia. Movía los pies lentamente, en un ligero balanceo, en un intento de acortar la espera.
El señor miró hacia arriba, fijando
su atención en la ventana donde se encontraba ella y un escalofrío recorrió su
espina dorsal. El semáforo se puso verde y él desapareció de su campo visual.
Algo aliviada y desconcertada volvió a su sofá, centrándose en la televisión,
que otra vez mostraba un primer plano de la presentadora de moda. Sin embargo,
la imagen de aquel extraño seguía impresa en su retina negándose a marcharse
sin dar explicaciones.
No habían pasado ni cinco minutos
cuando creyó que alguien estaba hurgando en la cerradura y sintió un temor que
se convirtió en un leve y apenas audible gemido.
-No te
asustes, cariño. Soy yo. Ya he vuelto de la farmacia de recoger tus medicinas.
He hablado con la farmacéutica y creo que deberíamos contratar a alguien que te
cuide cuando yo tenga que salir, tu enfermedad avanza irremediablemente –le
decía desde la cocina mientras ella seguía preguntándose qué hacía el
desconocido del semáforo en su casa.
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EL JOVEN APRENDIZ DE ESCRITOR
Érase una vez, hace ya algunos años, un joven aprendiz de escritor que soñaba con crear una obra que trascendiera los límites del tiempo; quería ser inmortal por su creación. Se sentía tremendamente atraído por los escritores románticos pues él se veía como un ser incomprendido que no encajaba en el mundo que le había tocado vivir.
Juan, que así se llamaba el muchacho, se sentía ahogado en su pueblo natal, una pequeña localidad gallega de pocos habitantes y menos recursos. Un buen día sacó toda la angustia que lo consumía y lo mataba día a día y se rebeló contra el mundo abandonando todo lo que le ataba al ambiente rural y pueblerino que tanto odiaba. Cogió sus escasas pertenencias, sin olvidar las Rimas de Bécquer ni los ejemplares en lengua gallega de las obras de Rosalía que había conocido en la escuela local a la que había asistido desde niño recorriendo a diario los casi cuatro kilómetros que la separaban de su casa, y así Juan se marchó, sin despedirse de su madre quien quería para él un futuro seguro.
Subió al tren que salía de Santiago de Compostela a las nueve de la mañana de un lluvioso domingo de octubre para dirigirse a la capital en busca de un sueño que de antemano sabía inalcanzable.
-No podrás vivir nunca de escribir; ¿qué clase de trabajo es ese? Búscate un porvenir decente –le decía su madre constantemente, alimentando así sus ganas de volar del nido.
-Tan decente es ser escritor como abogado o médico –replicaba más para autoconvencerse de sus palabras que para convencer a su progenitora.
En Madrid se alojó en una mediocre pensión acorde a sus posibilidades económicas. No dedicó ni una sola de las palabras que salían de su pluma para consolar a una madre rota por el dolor que supone la pérdida de su único hijo.
Dedicaba las mañanas a escribir en su pequeña habitación y las tardes eran su fuente de inspiración por las calles estrechas del centro de la ciudad. Recorría los bares más sórdidos y conocía a las gentes más desfavorecidas, así, vagabundos, borrachos o prostitutas eran sus contertulios en charlas que duraban horas.
En una de esas salidas conoció a Paulina, mujer de mala vida y extraordinaria belleza, de la que quedó totalmente prendido. Todas las noches la buscaba en el club donde ella trabajaba, observándola moverse detrás de la barra durante las horas nocturnas en las que se dedicaba al oficio más antiguo del mundo. Él nunca había tocado ese cuerpo que desprendía sensualidad y erotismo. La veía cada noche servir copas y dirigirse a los demás clientes con una sonrisa envolvente, mirarlos a los ojos y dirigirles hacia las escaleras que debían conducirles al séptimo cielo. Por las mañanas, con el recuerdo de su imagen en la mente intentaba darle forma en el papel. Buscaba palabras con las que describir sus rasgos, sus movimientos,... pero todos los vocablos eran insuficientes para transmitir lo que sus ojos recogían cuando la tarde caía y la noche se imponía en el firmamento.
Con el paso del tiempo, Paulina se convirtió en su única obsesión. Ya ni siquiera comía. Volvía a altas horas de la madrugada a la pensión, se tumbaba sobre su ajado colchón y rememoraba cada segundo que había estado observándola. Caía en un estado de ensoñación mientras clavaba su mirada en la astillada puerta de madera carcomida. Sentía, en su sueño, cómo se abría lentamente y una Paulina irreconocible aparecía tras ella. Con un andar seguro y sensual se dirigía a él. ¿Era un sueño? Demasiado real. La sentía entre sus brazos, rozaba sus labios tiernos, y se estremecía de placer. La amaba. Se dejaba llevar por un deseo tan incontrolable como devastador. Después abría los ojos y volvía a mirar la puerta cerrada. Ella no había estado allí, pero en su cuerpo reconocía las marcas de un amor desmedido.
Una noche, como otra cualquiera, se dirigió al club dispuesto a comprobar que ese momento había sido real, que todos los momentos vividos en brazos de Paulina habían sido reales, que los productos ilegales que corrompían su cuerpo cada día no eran los responsables de sus encuentros amorosos. Quería comprobar que cada amanecer, cuando salía del trabajo, Paulina se dirigía a su habitación para unir sus almas como las olas abrazaban la roca en el poema de Bécquer que tantas veces había recitado en la soledad de su cuarto.
Llegó al club a la hora de siempre. Al entrar se sacudió el abrigo, mojado por una fina lluvia que le recordó, después de muchos meses, a su Galicia natal y el recuerdo de su madre le provocó una punzada de dolor en el corazón que alivió la aparición de Paulina bajando las escaleras, deslizando suavemente su mano derecha sobre un pasamanos de madera. Sin retirar la mirada de la mujer se dirigió a la barra y pidió un whisky doble, necesitaba que el alcohol invadiera su cuerpo y su mente. Un cliente entró corriendo. Arreciaba la lluvia. El ruido de truenos lejanos ayudaba a crear una escena esperpéntica donde las muchachas excesivamente maquilladas y ligeras de ropa comenzaban a bailar al son de una música sugerente.
Juan apuró la bebida de un sorbo y dirigió sus pasos a su amor secreto. Su acto fue recibido por la mujer con una mirada de aprobación.
-Por fin te decides, Juanito. Tu aspecto me dice que has tenido que renunciar a muchas cosas para reunir el dinero, ¿verdad? –la muchacha se dirigió a él haciendo un análisis de su aspecto demacrado por las noches en vela y los alimentos no consumidos.
Lo agarró de la mano y lo dirigió escaleras arriba. A mitad de camino se giró, lo miró y lo besó. De pronto, Juan sintió que esos labios no eran los mismos que cada amanecer lo recibían en la soledad de su pensión. Lo estaban engañando. Esa mujer no era la misma que se dejaba amar, los dos tendidos sobre un viejo colchón. La mujer que tenía delante no era la misma por la que había perdido la cabeza. Él se había enamorado de Paulina, no de una vulgar mujer de mala vida que le ofrecía los besos, las caricias, las palabras, y el momento de placer que ofrecía a todos los clientes. Creyó volverse loco. Un fuerte trueno lo devolvió a la realidad. La luz del local iba y venía, bailando al compás de los relámpagos que la tormenta dejaba en la ciudad. En uno de los apagones Juan soltó la mano que Paulina le aferraba y corrió hacia la salida. La tormenta caía incesante sobre el pavimento ya sobradamente mojado. Corrió por las calles conocidas en plena oscuridad, pisando los charcos que salpicaban su mentira a su paso. Había perseguido un imposible que ahora perdía y lo dejaba herido de muerte.
Llegó a la pensión. El agua seguía cayendo, incansable, pero él ya no la sentía. Se dejó caer sobre el colchón, una vez más, pero esta vez no miró a la puerta. Se giró sobre sí mismo y fijó sus ojos en la pequeña mesa que él mismo había colocado debajo de la ventana. Una nota llamó su atención. Él no la había dejado, estaba seguro. Tendría que haber sido la dueña de la pensión, tal vez reclamándole el último mes que todavía no había pagado.
Se incorporó, no sin esfuerzo, y alargó su brazo para alcanzar la nota. Reconoció la letra del hijo de la dueña, redonda y cuidada. Leyó aquellas letras que formaban palabras que iban a llegar a su mente para alojarse en ella el resto de su existencia.
“Señor Juan. Su madre falleció de pena al caer la tarde. Han llamado de su pueblo para rogarle se ponga en contacto con su familia. Reciba mi más sentido pésame. Le recuerdo que antes de marchar a su tierra debe abonar el mes que adeuda.”
Volvió a leer aquella nota una y mil veces. Volvió a dejarse caer en el colchón. Volvió a llorar como un niño. Había conseguido una historia de amor inalcanzable como sus escritores admirados pero había pagado un precio demasiado caro: el amor de una madre que lo había cuidado y que, a diferencia de las golondrinas de Bécquer, ya no volvería jamás.
Este relato fue mi primera incursión en el mundo de los concursos literarios. Con él me presenté a la XXXIX Edición del Concurso de Cuentos Ciudad de Tudela.
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ODIO
Otro día más regresó cansado de su trabajo. Había perdido la ilusión de los primeros años, pero desde hacía justo un año, pasaba más tiempo en la oficina para retrasar el momento de llegar a casa.
Ya nadie lo esperaba, recostada sobre el sofá chaise longue desde el que devoraba sus libros. Lo habían adquirido en una pequeña tienda de antigüedades de un costero pueblo de Cantabria.
-¿Y cómo lo cargamos en el coche? –había objetado él.
-Contrataremos una furgoneta de mudanza –lo solucionó ella en un instante, aunque ello supusiera un importante incremento en el precio final. Siempre conseguía salirse con la suya, costara lo que costara.
Dejó su cartera en el suelo y se aflojó el nudo de la corbata que siempre comenzaba a ahogarlo cuando cruzaba el umbral de la puerta. Otro movimiento autómata desde hacía un año. Se dirigió al mueble bar y se sirvió un vaso doble de Jack Daniel’s. Lo necesitaba. Lo calmaba. Lo ayudaba a recordar su risa, sus besos.
¿Por qué él se había cruzado en su camino?
Llevaba un año sintiendo la soledad de las arrugas de las sábanas clavarse en su espalda, reminiscencia de noches dando vueltas, agarrando un hueco vacío.
Ahora justo hacía un año. Ella estaba allí, a su lado, despidiéndose, abandonándolo a días de hastío, desazón y soledad.
Lo odió. Recordó cómo ella le había ido avisando de su presencia, pero no quiso o no supo darse cuenta porque se sentía invencible. Un importante hombre de negocios; reconocido en su trabajo; abogado de prestigio; con la vida por delante y planes de niños correteando por el jardín; viajes, unas veces de trabajo y otras por placer acompañado de su bella mujer.
Hasta que llegó la confirmación. Ya no había vuelta a atrás; ella lo dejaría, se marcharía en breve con ese amante inhumano que la arrancaba de su lado sin compadecerse de su dolor.
Apuró la bebida. Se sirvió otro trago. Hacía un año. Clavó su mirada en una fotografía que ensalzaba, irónicamente, su juventud.
La miró y lloró. Llevaba un año sin poder llorar pero hoy no iba a poner límites a las lágrimas que tantas veces había contenido.
No quería acordarse de él, solo de ella; pero un sentimiento de odio volvió a apoderarse de él.
-¿Por qué tuviste que aparecer en nuestra vida? –gritó a un nadie inexistente en la habitación, pero lo alivió culparlo de su sufrimiento.
Había llegado el momento. Tenía que pasar página. Jamás la olvidaría, pero no podía quedarse anclado en el pasado. Por fin supo que estaba preparado para poner nombre a su odio. Levantó la cabeza y volvió a dirigirse a ese nadie que lo había dejado solo.
-TE ODIO, CÁNCER.
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INVISIBLES
Todas las mañanas se dirigía al trabajo cargada con su maletín, su bolso y algunas carpetas o libros en la mano. En los pies, unos finos tacones en ocasiones le hacían perder el equilibrio. Siempre vestía elegantes trajes comprados en alguna importante firma de moda. Hacía el recorrido andando, siempre por las mismas calles, reconociendo los escaparates de las tiendas que a esas horas comenzaban con su trasiego matinal.
Su caminar era rápido, inmersa en sus pensamientos, repasando mentalmente la apretada agenda del día que esa mañana comenzaba con un juicio por vulneración del derecho al honor. Presentía que, un día más, la jornada se alargaría hasta bien entrada la tarde, por lo que tendría que llamar a Juan para cancelar una comida que había sido pospuesta en otras cuatro ocasiones.
-Qué paciencia tiene, no sé cómo me aguanta –se sorprendió escuchando sus propias palabras pronunciadas, inconscientemente, en voz alta.
Llegó a la puerta de los Juzgados. Comenzó a subir las tres escaleras sobradamente conocidas pero no contaba con que sus tacones volvieran a jugarle una mala pasada. A punto estuvo de caer. Una mano salió de no sabía dónde y ella se aferró con fuerza. Levantó la vista para reconocer un rostro que le resultó familiar. Era un hombre, de mediana edad con el rostro curtido por el sol. Su ropa estaba sucia aunque se notaba que no había descuidado su higiene personal.
-Gracias.
-Tenga cuidado, podría haberse hecho daño.
Continuó su camino. Cuando llegó a lo alto de las escaleras se giró, pero el señor había desaparecido. A su mente asomó una imagen que, por repetitiva, había descartado. Un señor, sentado en un banco frente a los Juzgados tocaba un ajado violín todas las mañanas. Un cartel rezaba a sus pies “Tengo familia y no tengo trabajo. Agradezco cualquier ayuda. Gracias”.
Un profundo sentimiento de culpabilidad la invadió. Pensó en todas esas personas con las que se cruzaba a diario: los que piden, los que venden, los que te limpian el parabrisas del coche en un semáforo, los indigentes que duermen en bancos o cajeros automáticos,... todos ellos, a los que ya se había acostumbrado como si hubieran estado allí, formando parte de la ciudad, ajenos a sus necesidades y expectativas. No había reparado en esas personas porque no formaban parte de su ascenso a su éxito personal.
Se giró y entró en el imponente edificio. Un guarda de seguridad se acercó.
-Buenos días, señorita García. En su despacho la esperan los abogados de las partes.
-Buenos días Lorenzo, ¿qué tal va la mañana?
-Bien. Tranquila. Lo único ha sido que han tenido que echar al vagabundo ese que nos da la tabarra con la música todos los días. Ha venido la policía y le han dicho que no vuelva por aquí o será cliente de este edificio –rió su propia ocurrencia.
La Jueza le dedicó una mirada cargada de tristeza.
-No soy la única que estaba ciega. Que pases un buen día, Lorenzo.
Y se marchó a empezar su jornada laboral con una venda menos sobre sus ojos.
Mariano, tú blog y el mío tienen bastante en común, tratamos temas muy cotidianos, de amor, odio, hastío...El relato de Te Odio, es muy original porque tú nos llevas por un lado que es equivocado. Yo puse un relato hace unos días, Carta de despedida a...una amiga. El tema es el mismo!Tratados de una forma en la que llevamos a las personas que nos leen por un camino que no es el que piensan.Con tú permiso...me quedo en tú blog!!!
ResponderEliminarHola Midala. Me alegro de que te quedes por mi blog. Bienvenida!
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