Érase una vez, hace ya algunos años, un
joven aprendiz de escritor que soñaba con crear una obra que trascendiera los
límites del tiempo; quería ser inmortal por su creación. Se sentía tremendamente
atraído por los escritores románticos pues él se veía como un ser incomprendido
que no encajaba en el mundo que le había tocado vivir.
Juan,
que así se llamaba el muchacho, se sentía ahogado en su pueblo natal, una
pequeña localidad gallega de pocos habitantes y menos recursos. Un buen día
sacó toda la angustia que lo consumía y lo mataba día a día y se rebeló contra
el mundo abandonando todo lo que le ataba al ambiente rural y pueblerino que
tanto odiaba. Cogió sus escasas pertenencias, sin olvidar las Rimas de
Bécquer ni los ejemplares en lengua gallega de las obras de Rosalía que había
conocido en la escuela local a la que había asistido desde niño recorriendo a
diario los casi cuatro kilómetros que la separaban de su casa, y así Juan se
marchó, sin despedirse de su madre quien quería para él un futuro seguro.
Subió
al tren que salía de Santiago de Compostela a las nueve de la mañana de un
lluvioso domingo de octubre para dirigirse a la capital en busca de un sueño
que de antemano sabía inalcanzable.
-No
podrás vivir nunca de escribir; ¿qué clase de trabajo es ese? Búscate un
porvenir decente –le decía su madre constantemente, alimentando así sus ganas
de volar del nido.
-Tan
decente es ser escritor como abogado o médico –replicaba más para autoconvencerse
de sus palabras que para convencer a su progenitora.
En Madrid
se alojó en una mediocre pensión acorde a sus posibilidades económicas. No
dedicó ni una sola de las palabras que salían de su pluma para consolar a una
madre rota por el dolor que supone la pérdida de su único hijo.
Dedicaba
las mañanas a escribir en su pequeña habitación y las tardes eran su fuente de
inspiración por las calles estrechas del centro de la ciudad. Recorría los
bares más sórdidos y conocía a las gentes más desfavorecidas, así, vagabundos,
borrachos o prostitutas eran sus contertulios en charlas que duraban horas.
En una de
esas salidas conoció a Paulina, mujer de mala vida y extraordinaria belleza, de
la que quedó totalmente prendido. Todas las noches la buscaba en el club donde
ella trabajaba, observándola moverse detrás de la barra durante las horas
nocturnas en las que se dedicaba al oficio más antiguo del mundo. Él nunca
había tocado ese cuerpo que desprendía sensualidad y erotismo. La veía cada
noche servir copas y dirigirse a los demás clientes con una sonrisa envolvente,
mirarlos a los ojos y dirigirles hacia las escaleras que debían conducirles al
séptimo cielo. Por las mañanas, con el recuerdo de su imagen en la mente
intentaba darle forma en el papel. Buscaba palabras con las que describir sus
rasgos, sus movimientos,... pero todos los vocablos eran insuficientes para
transmitir lo que sus ojos recogían cuando la tarde caía y la noche se imponía
en el firmamento.
Con el
paso del tiempo, Paulina se convirtió en su única obsesión. Ya ni siquiera
comía. Volvía a altas horas de la madrugada a la pensión, se tumbaba sobre su
ajado colchón y rememoraba cada segundo que había estado observándola. Caía en
un estado de ensoñación mientras clavaba su mirada en la astillada puerta de
madera carcomida. Sentía, en su sueño, cómo se abría lentamente y una Paulina
irreconocible aparecía tras ella. Con un andar seguro y sensual se dirigía a
él. ¿Era un sueño? Demasiado real. La sentía entre sus brazos, rozaba sus
labios tiernos, y se estremecía de placer. La amaba. Se dejaba llevar por un
deseo tan incontrolable como devastador. Después abría los ojos y volvía a
mirar la puerta cerrada. Ella no había estado allí, pero en su cuerpo reconocía
las marcas de un amor desmedido.
Una
noche, como otra cualquiera, se dirigió al club dispuesto a comprobar que ese momento había sido real, que todos los
momentos vividos en brazos de Paulina habían sido reales, que los productos
ilegales que corrompían su cuerpo cada día no eran los responsables de sus
encuentros amorosos. Quería comprobar que cada amanecer, cuando salía del
trabajo, Paulina se dirigía a su habitación para unir sus almas como las olas
abrazaban la roca en el poema de Bécquer que tantas veces había recitado en la
soledad de su cuarto.
Llegó al
club a la hora de siempre. Al entrar se sacudió el abrigo, mojado por una fina
lluvia que le recordó, después de muchos meses, a su Galicia natal y el
recuerdo de su madre le provocó una punzada de dolor en el corazón que alivió
la aparición de Paulina bajando las escaleras, deslizando suavemente su mano
derecha sobre un pasamanos de madera. Sin retirar la mirada de la mujer se
dirigió a la barra y pidió un whisky doble, necesitaba que el alcohol invadiera
su cuerpo y su mente. Un cliente entró corriendo. Arreciaba la lluvia. El ruido
de truenos lejanos ayudaba a crear una escena esperpéntica donde las muchachas
excesivamente maquilladas y ligeras de ropa comenzaban a bailar al son de una
música sugerente.
Juan
apuró la bebida de un sorbo y dirigió sus pasos a su amor secreto. Su acto fue
recibido por la mujer con una mirada de aprobación.
-Por fin
te decides, Juanito. Tu aspecto me dice que has tenido que renunciar a muchas
cosas para reunir el dinero, ¿verdad? –la muchacha se dirigió a él haciendo un
análisis de su aspecto demacrado por las noches en vela y los alimentos no
consumidos.
Lo agarró
de la mano y lo dirigió escaleras arriba. A mitad de camino se giró, lo miró y
lo besó. De pronto, Juan sintió que esos labios no eran los mismos que cada
amanecer lo recibían en la soledad de su pensión. Lo estaban engañando. Esa
mujer no era la misma que se dejaba amar, los dos tendidos sobre un viejo
colchón. La mujer que tenía delante no era la misma por la que había perdido la
cabeza. Él se había enamorado de Paulina, no de una vulgar mujer de mala vida
que le ofrecía los besos, las caricias, las palabras, y el momento de placer
que ofrecía a todos los clientes. Creyó volverse loco. Un fuerte trueno lo
devolvió a la realidad. La luz del local iba y venía, bailando al compás de los
relámpagos que la tormenta dejaba en la ciudad. En uno de los apagones Juan
soltó la mano que Paulina le aferraba y corrió hacia la salida. La tormenta
caía incesante sobre el pavimento ya sobradamente mojado. Corrió por las calles
conocidas en plena oscuridad, pisando los charcos que salpicaban su mentira a
su paso. Había perseguido un imposible que ahora perdía y lo dejaba herido de
muerte.
Llegó a
la pensión. El agua seguía cayendo, incansable, pero él ya no la sentía. Se
dejó caer sobre el colchón, una vez más, pero esta vez no miró a la puerta. Se
giró sobre sí mismo y fijó sus ojos en la pequeña mesa que él mismo había
colocado debajo de la ventana. Una nota llamó su atención. Él no la había
dejado, estaba seguro. Tendría que haber sido la dueña de la pensión, tal vez
reclamándole el último mes que todavía no había pagado.
Se
incorporó, no sin esfuerzo, y alargó su brazo para alcanzar la nota. Reconoció
la letra del hijo de la dueña, redonda y cuidada. Leyó aquellas letras que
formaban palabras que iban a llegar a su mente para alojarse en ella el resto
de su existencia.
“Señor
Juan. Su madre falleció de pena al caer la tarde. Han llamado de su pueblo para
rogarle se ponga en contacto con su familia. Reciba mi más sentido pésame. Le
recuerdo que antes de marchar a su tierra debe abonar el mes que adeuda.”
Volvió a
leer aquella nota una y mil veces. Volvió a dejarse caer en el colchón. Volvió
a llorar como un niño. Había conseguido una historia de amor inalcanzable como
sus escritores admirados pero había pagado un precio demasiado caro: el amor de
una madre que lo había cuidado y que, a diferencia de las golondrinas de
Bécquer, ya no volvería jamás.
Este relato fue mi primera incursión en el mundo de los concursos literarios. Con él me presenté a la XXXIX Edición del Concurso de Cuentos Ciudad de Tudela.
Felicidades por este cuento. No dices si te concedieron o no algún premio, pero ya lo es haberlo presentado, soltarse la melena. Me gusta esa metaliteratura que aparece y le da verosimilitud de principiante.
ResponderEliminarUn abrazo
Muchas gracias por tu comentario. No lo gané pero me ayudó a quitarme la vergüenza de abrir mis escritos a la gente.
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