Todas las mañanas se dirigía al
trabajo cargada con su maletín, su bolso y algunas carpetas o libros en la
mano. En los pies, unos finos tacones en ocasiones le hacían perder el
equilibrio. Siempre vestía elegantes trajes comprados en alguna importante firma
de moda. Hacía el recorrido andando, siempre por las mismas calles,
reconociendo los escaparates de las tiendas que a esas horas comenzaban con su
trasiego matinal.
Su
caminar era rápido, inmersa en sus pensamientos, repasando mentalmente la
apretada agenda del día que esa mañana comenzaba con un juicio por vulneración del derecho al honor.
Presentía que, un día más, la jornada se alargaría hasta bien entrada la tarde,
por lo que tendría que llamar a Juan para cancelar una comida que había sido
pospuesta en otras cuatro ocasiones.
-Qué
paciencia tiene, no sé cómo me aguanta –se sorprendió escuchando sus propias
palabras pronunciadas, inconscientemente, en voz alta.
Llegó
a la puerta de los Juzgados. Comenzó a subir las tres escaleras sobradamente conocidas
pero no contaba con que sus tacones volvieran a jugarle una mala pasada. A
punto estuvo de caer. Una mano salió de no sabía dónde y ella se aferró con
fuerza. Levantó la vista para reconocer un rostro que le resultó familiar. Era
un hombre, de mediana edad con el rostro curtido por el sol. Su ropa estaba
sucia aunque se notaba que no había descuidado su higiene personal.
-Gracias.
-Tenga
cuidado, podría haberse hecho daño.
Continuó
su camino. Cuando llegó a lo alto de las escaleras se giró, pero el señor había
desaparecido. A su mente asomó una imagen que, por repetitiva, había
descartado. Un señor, sentado en un banco frente a los Juzgados tocaba un ajado
violín todas las mañanas. Un cartel rezaba a sus pies “Tengo familia y no tengo
trabajo. Agradezco cualquier ayuda. Gracias”.
Un
profundo sentimiento de culpabilidad la invadió. Pensó en todas esas personas
con las que se cruzaba a diario: los que piden, los que venden, los que te
limpian el parabrisas del coche en un semáforo, los indigentes que duermen en
bancos o cajeros automáticos,... todos ellos, a los que ya se había
acostumbrado como si hubieran estado allí, formando parte de la ciudad, ajenos
a sus necesidades y expectativas. No había reparado en esas personas porque no
formaban parte de su ascenso a su éxito personal.
Se
giró y entró en el imponente edificio. Un guarda de seguridad se acercó.
-Buenos
días, señorita García. En su despacho la esperan los abogados de las partes.
-Buenos
días Lorenzo, ¿qué tal va la mañana?
-Bien.
Tranquila. Lo único ha sido que han tenido que echar al vagabundo ese que nos
da la tabarra con la música todos los días. Ha venido la policía y le han dicho
que no vuelva por aquí o será cliente de este edificio –rió su propia
ocurrencia.
La
Jueza le dedicó una mirada cargada de tristeza.
-No
soy la única que estaba ciega. Que pases un buen día, Lorenzo.
Y se marchó a empezar
su jornada laboral con una venda menos sobre sus ojos.
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